martes, 16 de junio de 2015

FALANGISTAS VALEROSOS (sobre los jefes de servicio de los hospitales españoles)


La salud es el bien más preciado. Por eso, todo régimen político, incluso los no democráticos, cuida de su sistema sanitario.
En los albores del siglo XX, Antonio Maura creó para España el llamado Instituto Nacional de Previsión, cuyo cometido era la protección social del trabajador. Posteriormente, una de las primeras actuaciones sociales del régimen franquista fue la de incluir dentro del antiguo INP el llamado Seguro Obligatorio de Enfermedad que constituyó el germen del sistema de Salud que hoy disfruta nuestro país y que, a pesar de sus defectos, es uno de los mejores del mundo.
Cuando llegó el actual régimen democrático, nuestro modelo sanitario ya llevaba años funcionando (muchos ignorantes aun creen que lo inventó Felipe y sus sevillanos del 82). Pero del sistema inicial se mantuvieron vicios que ya deberían haberse erradicado.
En su origen el patrón fue individual. Médicos de cabecera y especialistas de cupo sacaron adelante la sanidad durante los años de franquismo. A éstos se sumaban los “Servicios Jerarquizados de la Seguridad Social”, que se encargaban de la asistencia en los hospitales.
En aquella época, la estructura hospitalaria adquirió un modelo de organización totalitaria. Los servicios eran gobernados por un adicto al régimen, elegido entre los llamados “Falangistas Valerosos” del momento. Conocido fue un cirujano llamado Lafuente Chaos que desde Madrid dominó la cirugía española y que, además de presidir diversos saraos (la Federación de Futbol, por ejemplo) fue procurador en las Cortes de todas las legislaturas de Franco. O el fascista Enríquez de Salamanca,   beato de pro, que al finalizar la guerra civil despojó de sus cátedras a prestigiosos maestros, supliéndolos por carcamales arribistas de camisa vieja y brazo en alto. Sin olvidarnos del nazi Vallejo Nájera padre.
Aquellos “jefes” de hospital eran individuos de su tiempo. Se rodeaban de subalternos (unos vocacionales, otros pelotilleros, aduladores, o hijos y demás parientes) que se dejaban explotar para aprender de ellos lo que podían. Una vez “formados”, algunos vivían a la sombra de sus superiores. Los más decididos, huían a nuevos hospitales para (tras conseguir su aval de afecto) convertirse en jefes noveles, aplicando el modelo. Los especialistas sensatos ejercían de forma autónoma en “servicios no jerarquizados” (los hoy reconvertidos en centros de especialidades). Muchos alimentaban a su familia a costa de sus consultas privadas desde las que algunos pegaban considerables sablazos.
El sueldo del médico rural de aquella época (paga oficial e igualas) podía ser diez veces superior al de un facultativo hospitalario. Así que los sanitarios de prestigio ejercían anónimamente en los pueblos españoles. Los puestos hospitalarios (en sus diversos estamentos) estaban tan despreciados que hasta un pastelero conseguiría plaza de jefe de servicio (de Hematología) tras inaugurarse el primer hospital La Fe de Valencia.
El “cupo”, gracias a estar aislado del clientelismo del gran hospital, fue lo más rentable del sistema de Salud durante los años de la oprobiosa, incluso cuando el titular de la plaza era algún cacique de hospital a quien le hacía el trabajo cualquiera de sus mejores meritorios. Pero llegó el “modelo sueco” implantado tras el advenimiento del hermano de Juan Guerra (un tal Alfonso), consistente en cubrir las parcelas de poder con individuos fieles al partido (es decir más o menos lo mismo que cuando Franco), e integraron los cupos en el hospital, funcionando alrededor de los falangistas (de los que quedaban, o de los nuevos). Modelo perpetuado por la derecha conservadora, tan corrupta o más que el socialismo al que reemplazó.
Así pues, al viejo falangismo de las jefaturas asistenciales hospitalarias le ha sucedido el nuevo que, junto a la endogamia familiar, constituye el vicio contaminante de la mayoría de los ámbitos dependientes de la Administración (hospitales, universidades, etc.) y que los ha dejado como un erial de pensamiento. Hoy persiste ampliamente el modelo franquista en la provisión de la puntas de las pirámides laborales de la sanidad pública, que demasiadas veces vemos conquistadas por nuevos falangistas (de derechas y de izquierdas, que de ambos tipos siempre hubo).
Diversos son los especímenes acomodados en la cúspide organizativa sanitaria (médica o enfermería) de los hospitales españoles de hoy. Provienen de orígenes variados: los que llegan desde la política, convertidos en Sanchos, conquistadores de su Isla Barataria, convencidos de que el cargo es “lo suyo”, lo que se han ganado merecidamente tras los servicios prestados al partido. Otros llegan por endogamia familiar, perversión extendida en el ambiente desde época inmemorial. Tenemos también a destacados profesionales que consiguen cargo por reconocimiento a su prestigio y que suelen ser respetados por el resto del grupo. Y, finalmente, los que llegan porque alcanzaron la edad.
Pero, vengan de donde vengan ¿sabrán gestionar?, ¿poseerán cualidades? O más bien, no tendrán ni idea, y acabarán como Cagancho en Almagro. Convirtiendo el entorno en un desastre para sí y para los que le rodean. Porque para manejar con éxito los recursos humanos  de cualquier organización es imprescindible poseer el talento organizativo necesario para justificar dicho trabajo. Además, tener capacidad de liderazgo, carisma, saber trabajar para los demás y ser respetado por éstos. Y también la empatía para, situándose en el sitio de sus compañeros, sacarles lo mejor para que estén a gusto y rindan al máximo.
Vemos puestos de directivo ocupados por tipos competentes, que cumplen los requisitos descritos, que saben gestionar, ponerse al servicio de sus subordinados para los que constituyen una verdadera suerte. Pero junto a éstos, bailan otros que son egoístas, que utilizan su puesto para mangonear y promocionar sus intereses privados, olvidándose de todo lo que les incumbe. Y lo curioso es que, fuera cual fuese la puerta por la que llegaron a su sitial (la principal, la trasera, la ventana o la gatera) es algo independiente de su comportamiento posterior. Afortunadamente.
La empresa pública (y la privada) precisa de directivos que organicen, no a majaderos que sólo sepan crear problemas. Porque cuando alguien acude a su trabajo va a enfrentarse a las dificultades  que le plantee su faena. No a pelear con líos que le pueda crear un ambiciosillo de tres al cuarto que perdió la brújula.
Y es que si no se cuida al trabajador, éste no se involucra en el esfuerzo común que constituye una empresa, y no se preocupará por racionalizar los consumos. Incluso podría provocar gastos superfluos. Ello acaba arruinando cualquier negocio.
Dicen que “el que parte y reparte se queda con la mejor parte”. Yo añadiría que si no se queda con la mejor parte seguramente es porque es tonto e, irremediablemente, repartirá mal. Así que es tolerable que un dirigente mantenga privilegios. Pero siempre que no se olvide de que el Poder es servicio, que obliga a facilitar las cosas a sus administrados. Sin aprovecharse.
Muchos profesionales de élite prefirieron dedicarse a su vocación sin meterse a manejar recursos humanos. Cuando, al final de su carrera son preguntados en la intimidad acerca de lo peor que pasó a lo largo de su vida profesional, apuntan que fue tener como peor enemigo a su jefe de servicio. Alguno incluso confiesa que, para evitar enfrentarse a estos pájaros, optó por ocupar su puesto, lo que les acabó de perder.
La Ley de Memoria Histórica debería aplicarse al advenimiento de nuevos falangistas valerosos a los puestos de gestor. Y modernizar el modelo administrativo. Reconociendo que los gestores son necesarios, el profesional de base de cualquier estamento sanitario necesita de la autonomía requerida para desarrollar correctamente su función.
Seguramente el sistema descrito se repite en otros negociados de la Administración española. Y, según parece, la cosa es peor entre el personal que trabaja para las multinacionales privadas
Pero contamos lo que nos pilla de cerca.