viernes, 28 de febrero de 2014

LA PEREJILA

En España es infante aquel a quien le intitula el que reina: lo hizo con sus hijos, con los nietos engendrados por el sucesor, además de con sus hermanas, y con un primo lejano.
Pues esa infanta lista, espabilada, arrogante y estirada, seguramente sufre por las dificultades emanadas de la consanguinidad (grave problema que, afectando a sus antepasados, determinó que España pasara de ser un imperio a ser una mierda). Resulta que, a pesar de haber conseguido licenciarse en la universidad y colocarse en una importante empresa privada, no tenía ni idea de por qué su marido saqueaba la hacienda pública, siendo como era causa y beneficiaria del expolio.
Si lo que dice la tal borbónica es verdad, habría que retirarle el título de infanta, por boba. Y si, como parece, miente como bellaca, también. Si quiere usar tratamiento nobiliario que emplee el de Sota de Oros, también llamada PEREJILA en algún juego de naipes.

jueves, 20 de febrero de 2014

¡QUIETO TODO EL MUNDO!

¡Quieto todo el mundo!
¡Se siente coño!
¡Al suelo! ¡Al suelo!
ANTONIO TEJERO

Hace treinta y tantos años por estas fechas, Antonio Tejero fue al Parlamento y le ordenó al pueblo español que se estuviera quieto parao. Y así nos quedamos todos desde entonces.
Hemos consentido que nos den por todos los agujeros, sin rechistar. Nos la han clavado indígenas y foráneos. Políticos (los que se amorraron al suelo y se cagaron encima cuando vieron a Tejero), corruptos de todo tipo, mandatarios europeos, terroristas, empresarios codiciosos, banqueros ladrones, sindicalistas depravados  y, sobre todo, esa inmensa cantidad de enchufados inútiles, colocados en puestos de responsabilidad, que han expandido chapapote en los diversos ámbitos sociales.
Menos mal que la gente se va despertando. Los de Gamonal en Burgos, o los de Alcázar de San Juan (de donde, por cierto, fue médico y alcalde mi tatarabuelo, a mediados del XIX) se ponen de pie.

jueves, 13 de febrero de 2014

PAN CON ACEITE

Me invitan a comer a un restaurante moderno. Es de los de comida de diseño, aunque no me entero hasta llegar. Sitios glorificados por los de las ruedas de coche. Me dicen que el cocinero ha sido laureado con algunas estrellas neumáticas.
Entramos. Nos retiran los abrigos y los esconden, seguramente para evitar que nos dé por escaparnos sin avisar. Estamos en el sótano de una vieja casona, restaurado, de estilo que llaman ecléctico: columnas, paredes limpias y, al medio, restos de muro del antiguo Circo Máximo. Con tal estructura el sonido reverbera y al poco todo el mundo está atarantado.
Una de las fantasías que siempre soñé realizar es la de acudir a algún famoso restaurante de los de autor, despreciar sus creativas cuchapandas, e irme sin pagar. No trago a esos guisanderos que creen ofrecer arte cuando lo que pedimos los parroquianos es artesanía y cuya intención única del cambio es el sobreprecio. O sea, que son unos estafadores.
Comienza el espectáculo. Los prolegómenos consisten en un pan de fabricación propia que está delicioso, y en un aceite de oliva arbequina de la Sierra de Mariola que es exquisito. La cosa comienza demasiado bien. Me van a fastidiar la gamberrada.
Toca elegir el vino. Yo soy partidario de que en el restaurante, el que elije el vino lo paga. Así evitamos que algún cretino gorrón nos desequilibre la factura. En esta ocasión el anfitrión es un compañero comercial que pagará con su Visa. Nos invita porque es amigo. Y porque con nuestro trabajo consigue negocio. Ello me libera del compromiso de comportamiento. La gamberrada seguirá adelante. Así que el vino, que ayudará, lo elige quien convida que como buen entendido acierta. Ya tenemos el todo de la dieta mediterránea: pan, aceite y vino.
Y comienza la función. La presenta un jovenzuelo melifluo que viene cargado de un potito multicolor. Nos canta su composición: Bollit Valencià deconstruido. Lo probamos, sabe a demonios. Comparar esa gorrinada con la magnífica mezcla de verduras y hortalizas que constituye el Hervido Valenciano el cual ha proporcionado una cena saludable a tantos paisanos desde tiempo inmemorial es un atentado contra su dignidad culinaria. Yo no sigo con él. Vuelve entero a la cocina (o al reciclaje, quien sabe). Le damos al pan con aceite. Regamos con el vino.
A continuación nos van a presentar frutos marinos. El melifluo canta que se trata de navajas con espuma de no sé qué. Lo del plural es porque hay una para cada uno, no hay que compartirlas. La espuma consiste en un escupitajo parecido a esputos descritos en tratados de semiología respiratoria. El aspecto es asqueroso. Yo ni lo toco. Me como otra rosca con aceite y le doy al vino.
Tras la navaja viene otro producto del mar. Nos aportan una ostra cruda pelada y aderezada con pequeños floripondios y fragmentos de césped. Manipulados con manos de cocinero liberadoras de flora bacteriana, esa que recientes investigaciones le asignan papel en el control de la saciedad. Nunca me gustaron las ostras, mocos compactos de sabor salobre. Percibido por el anfitrión, me la captura y se la engulle tal como una beata haría con su hostia de la comunión diaria. El artista pensará que la comí yo. Pero no: sigo a pan, aceite y vino.
El siguiente acto cambia de presentador. Ahora una joven nos trae nueva composición. Un huevo escalfado al que tras rebozarlo lo han frito superficialmente. Es una compostura antigua, de las exquisiteces de la abuela. Prácticamente lo único comestible de todo el banquete. Lo gozamos mojándole pan. Nos descorchan otra botella de vino.
Continúa la sesión con lo típico del país: el arroz. Sacan un platillo de los del juego de café rellenado de algo que cantaron como arroz de caracoles. Pero nos explican que está guisado con los hierbajos que comen los caracoles, no es que lleve los bichos. Tiene un sabor áspero, raro, desagradable. Así que una vez catado, continuamos sucando pan en el aceite y bebiendo vino.
De nuevo nos predican (no me acuerdo si el melifluo o la joven) lo que viene: es algo similar a besugo. Presentan dos dados de un atúnido crudo tal como lo sirven en los restaurantes japoneses para esnobs. A nadie le gusta. Lo dejamos para los gatos. Nos terminamos el pan, y no lo reponen. Con el vino ya hemos conseguido el equilibrio inestable (inestable, pero aun equilibrado).
La penúltima degustación, antes del postre, consiste en un pedazo de carne pequeño e insulso. No conseguimos averiguar de qué animal se extrajo. Tampoco pudimos oír la composición que nos recitó el servicio. Estamos mareados, más por el guirigay del local que por el vino. Ahí se queda. Ya no hay pan ni aceite. Le damos al vino a palo seco.
Se cierra la sesión con dos pequeñas porciones de algo gomoso que hará de postre. Ni lo pruebo.
No pedimos café. Queremos irnos ya. Son casi las seis de la tarde. Solicitamos la cuenta. La trae el artista en persona. Carísimo. Nos tantea de cómo hemos comido. Decimos que estupendamente, yo también. Mí único interés está en largarme de allí para no volver jamás. Pero el artista no se conforma. Inquiere por quién ha sido el osado que despreció sus soberbias creaciones (más o menos lo dice así). Yo me siento provocado, y hambriento y desinhibido como estaba gracias al vino, entro al trapo. Le explico lo que me ha parecido lo del potito, los escupitajos de las navajas, las guarradas de los floripondios, y el asqueroso sabor de la mayoría de sus creaciones. El artista me tacha de retrógrado, me sugiere que cuando salga a comer vaya a un merendero en los que den paella o a un asador a zamparme un cochinillo (¡vaya petulancia! comparar esas maravillas gastronómicas con su arte). Yo le respondo que soy de mente abierta, pero eso no implica que me deba tragar cualquier cosa. Que si quiere hacer experimentos, que comience con su padre, y que luego, a un buen precio (que me abonaría él a mí, pues como puede comprobar soy un examinador detallista) le haría una magnífica crítica. Así evitaría servir asquerosidades a sus clientes. Al final cobra, se calla y se va. No sé si aplicando el principio de que el cliente siempre tiene razón o porque ya me ha dejado por imposible.
A esta altura de la tarde, algunos de mis compañeros de mesa se han cabreado. Dicen que me gusta armar numeritos. Yo les digo que ellos fueron los que me llevaron allí, a comer pan con aceite.
Aunque no lo creáis, tal cual pasó os lo cuento.

viernes, 7 de febrero de 2014

REAL BRAGUETA

… A pesar de la buena química existente entre ambos partenaires, y del sin duda cierto y real enamoramiento del todavía inquilino de la Zarzuela, la señorita que venimos conociendo como B.R. cobraba lo suyo por entretener, amigablemente se entiende, a su solícito visitante. Hasta mediados de 1985, sus estipendios por tal menester nunca bajaron del millón de pesetas mensuales, joyas y regalos aparte, pagados religiosamente, no por la Casa Real española como cualquier picaruelo lector habitual protagonista de la noche podría pensar, sino por la propia Presidencia del Gobierno español a través de sus bien provistos fondos reservados.
A partir del año 1985, y sin duda debido a la rápida subida del índice de precios al consumo en los años precedentes, el sueldo como “funcionaria especial” adscrita a Presidencia del Gobierno de la señorita B.R. subiría generosamente hasta los dos millones de pesetas mensuales.
Publicado por AMADEO MARTÍNEZ INGLÉS en “Juan Carlos I, el último Borbón”

Nos alegra saber que nuestro primer mandatario haya sido un picha brava. Y que, debido a sus cometidos, necesitara de vez en cuando un desahogo (dado lo que tenía en casa). Pero eso de que las putas se las paguemos entre todos, y sin derecho a catarlas, no está nada bien. Aunque lo referido explica el apego que tenía con Felipe González.
Sin embargo, este detalle de las cosas de papá nos hace pensar que lo de su hija (la espabilada) no son más que menudencias.