Cualquier
ser vivo, desde la bacteria hasta el hombre, tiene sus formas de comunicación. La más compleja y evolucionada es, sin duda, el lenguaje humano.
En su
inicio fue exclusivamente verbal. Pero hace unos pocos milenios
apareció la escritura, allá por el Mediterráneo oriental. Primero fueron
unas cuñas con las que se controlaba la contabilidad. Después vino la genial
idea: el alfabeto silábico, perfeccionado por los fenicios y adoptado
por las demás lenguas mediterráneas. Con veinte signos somos capaces de
transmitir, en toda su capacidad, el pensamiento humano. Gran invento, no
superado ni por la imprenta ni por internet.
Los
diversos sistemas de comunicación orales y escritos, constituyeron los idiomas.
Lo ideal sería que el género humano tuviera una sola lengua. Así, la
transmisión del conocimiento (lo que llamamos información) sería mayor,
y también el progreso derivado de ello. Ya los antiguos, que eran tan listos o
más que nosotros, nos transmiten desde las leyendas bíblicas que el plurilingüismo
es una aberración, un castigo divino. El Hombre, tras alcanzar el sumo
conocimiento se creyó omnipotente. Construyó la torre de Babel. Y Dios,
cabreado, escarmentó su petulancia con la aparición de las lenguas,
obstaculizando la difusión del saber.
Pero
hoy el Hombre, que sigue siendo hombre, continúa considerando a su lengua como
un signo
de identidad. Y se vale de ella para afianzar sus conquistas. “Siempre la lengua fue compañera del
imperio”: así comenzaba Antonio de Nebrija su prólogo de la
primera Gramática Castellana cuando la publicó en 1492, dedicada a Isabel
la Católica. Se refería a los imperios arcaicos. Pero la reina de
Castilla tuvo ocasión de confirmar a Nebrija sobre el Imperio que se le vino
encima. Así pues, desde siempre, cuando un pueblo ocupa a otro, lo primero que
hace tras la invasión es embutirle su lengua.
En el
mundo de hoy, el Imperio está asentado sobre los Estados Unidos. A
cualquier occidental que se le ocurre alabar a ese país se le retira, de forma
sumarísima, la chapa de “progre”. Pero quizá sea mejor aceptar a los USA que a
otros “imperios”. Comparémoslo con
aquel rapiñoso Imperio Británico; o con el criminal imperio bolchevique (tan
añorado por la progresía); o el salvaje nazismo; o a los chinos,
que en el siglo XXI siguen practicando la esclavitud; o el fanático y
retrógrado Islam; o con Napoleón. Sí, los americanos mandan.
Y, quienes más se esfuerzan en despreciarles, mas pierden el culo por imitarles.
Visten los blue jeans, usan su computer, conversan con sus i-Pod,
consultan la Wikipedia en Google, conducen su Ford,
tragan hamburgers. Y, por supuesto, hablan en inglés.
Es
bueno y necesario que actualmente consideremos a alguna de las lenguas en uso
como idioma
mundial. Mediante ella dialogamos a través de la actual red
internacional de comunicación, consiguiendo que el mundo sea más
pequeño. Y sólo hay dos, capaces de representar ese papel: la inglesa, por ser la
lengua del actual imperio, y la española, que es la que se habla en
más países de la Tierra. Los americanos y británicos han sabido explotar ese
potencial, incluso consiguiendo que su lengua recaude un considerable
porcentaje del PIB en los países donde se habla. Sin embargo, los españoles
nos hemos dedicado durante los últimos años a malgastar el potencial de
nuestro idioma, embutiéndonos de inglés hasta en la sopa.
Los
gabinetes de marketing de las empresas dedicadas a la enseñanza de idiomas
nos quieren convencer de que es mucho más fácil “asimilar” un idioma en la infancia.
Eso es una gran falacia. De niños aprendemos nuestra lengua madre (una o
varias), siguiendo el contexto natural de la cultura a la que
pertenecemos. En España, eso sucede con el castellano y con las lenguas vernáculas
de sus diversos territorios. Y si los padres hablan en inglés, swahili o
arameo, también lo aprenderá el niño. Pero es imposible que un niño normal
asimile un idioma nuevo si no tiene totalmente conformadas las estructuras
mentales de su lengua madre. Sin embargo es muy común que, finalizado el
horario de guardería, se enjaule a los infantes en clases de idiomas. Convirtiéndolos
en anglo-loros
que repiten de memoria palabras, canciones y números, muchas veces sin saber lo
que dicen.
Al
llegar a la edad escolar, si el niño tiene padres de esos que quieren que el
nene llegue, como mínimo, a presidente del gobierno, está
abocado a un carísimo colegio privado bilingüe. Extravagancia
peculiar, porque en España, para ser Primer Ministro no hay que saber inglés.
En esas escuelas pululan taxistas, camareros o albañiles, llegados como turistas
desde países anglófonos, y aquí se mantienen impartiendo diversas asignaturas, sin
tener preparación, pero eso sí, lo hacen en inglés. Y el inglés,
junto al castellano y la lengua vernácula, ya son tres los idiomas que deben
aprender nuestros superhéroes.
Si a
mí me hubieran explicado la química, la física, las matemáticas
u otras asignaturas en inglés, hubiera aprendido inglés, que para eso fui niño
listo, pero seguramente no habría aprendido lo suficiente de esas
materias (porque en aquella época se exigía bastante más que ahora; no se
aprobaba a todos, supieran o no la lección, tal como sucede actualmente).
Habrían conseguido de mí lo que se pretende hacer con los niños de hoy:
convertirme en un analfabeto políglota. Y, seguramente, sería más pijo
de lo que he llegado a ser de mayor.
Cuando
alcanzan la adolescencia, a los futuros analfabetos políglotas se
les envía a Irlanda. Allí, con la pubertad a todo tren, y sin la vigilancia
paterna, se dedican a practicar el inglés. Pero también se inician en otros “idiomas”
como el francés, el griego, el ruso, y demás "lenguas" probablemente más
interesantes que el inglés. Se organizan pares característicos. Las chicas españolas se pierden por los muchachos italianos;
las francesas
por el macho ibérico; las teutonas, que según investigaciones,
se excitan por el olor corporal, eligen a ejemplares de oriente medio, cargados
con petrodólares, y que suelen mantener íntegra la ecología de su superficie
corporal; a los japoneses, seres sin ser, no les elige nadie; y así
sucesivamente.
Durante
mi bachiller estudié, malamente, francés. No tuve necesidad del inglés ni para
mi formación, ni para conseguir trabajo. Con veintitantos años comencé
a estudiarlo, tanto en España como en diversas ciudades de Inglaterra y de los Estados
Unidos. A esa edad uno aprovecha mejor el tiempo: va a estudiar inglés.
Con lo aprendido, he podido viajar por todo el mundo. He discutido
en inglés de religión, política, sexo o ciencia, y me han entendido. He dictado
conferencias
en congresos, y conseguí explicarme. Eso sí, con acento muy de derechas:
parecido al que luce el ex, Aznar. Pero con lo que sé, me sobra.
Yo he
inventado la boina parladora. Es un artilugio para ponerselo en la cabeza y
del que sobresale un micrófono que capta lo que decimos; dentro
de ella existe un procesador informático que analiza no sólo lo dicho, sino que
incluso conectado con nuestras neuronas, capta la idea que queremos transmitir,
y la traduce
a cualquier idioma; y por el rabo de la chapela sobresale un altavoz
que transmite a nuestro interlocutor en cualquiera que fuese su lengua. Todos
los elementos constitutivos del artilugio ya están en nuestro mundo, y verlos mezclados
será cuestión de pocos años. Así pues, el tiempo dedicado por las nuevas
generaciones en aprender idiomas se habrá convertido en una gran pérdida
de tiempo y de dinero.
España, con
sus defectos, tiene una cultura y tradición tan extensa y
profunda, o más, que la anglosajona. Aquellos pueblos americanos, que cuando
llegaron los españoles aun practicaban sacrificios humanos, se adhirieron enseguida a las costumbres hispanas. Mucho anglosajón y mucho progre de
aquí sigue creyendo que España sólo fue a América con intención de expoliarla.
Pero, con la plata americana, el imperio
español construyó allí una estructura social de la que aún
quedan numerosas muestras: catedrales, comercio; y cincuenta universidades
(muchas fundadas ya en el siglo XVI), hecho sin precedentes con
cualquier otro imperio. Es insolente que la cultura anglosajona, basada
mayormente en la piratería (que en la actualidad representan los paraísos
fiscales y, en su momento, el ataque a galeones españoles), nos ofenda con
dichos argumentos. También es patético que en muchos países hispanoamericanos, guiados por sus dictadores
(el “coma-andante”, el “cocalero”, la “botox”, el “neogorila”, etcétera, los
cuales exhiben pocos rasgos indígenas desde su físico) se nos acuse por las
salvajadas que hicieron en América sus propios antepasados españoles.
Asumamos
al inglés
como lengua internacional. Pero nada más. No renunciemos al castellano
como la otra lengua del mundo y, sobre todo, como nuestra. Por bien que
hablásemos inglés, siempre seríamos angloparlantes de segunda. Estudiemos
inglés, sí. Pero enseñemos las asignaturas prácticas en español, si es que
queremos que los niños las aprendan. Y transmitamos la verdadera Historia,
cultura y tradiciones de España. No desertemos de ellas. No vistamos de mamarrachos
a los niños españoles cuando llega Halloween. No toleremos el
subterfugio de dominio anglófono de la ciencia: reivindiquemos un nuevo idioma
inglés
internacional, al que deberán adaptarse incluso los ingleses. Reivindiquemos
el español
también para la ciencia. Cultivemos las relaciones culturales con los
pueblos hispánicos. Olvidémonos del necio exceso al que se somete a niños, la
mayoría de los cuales son normales, no son fueras
de serie capaces de aprender siete lenguas durante su infancia. No persistamos
con la fabricación en serie del ANALFABETO POLÍGLOTA.